“Qué extraña es la frontera entre lo ido y lo vivo”, cantaba Gabo Ferro. Y, efectivamente, la frontera que separa lo vivo de lo muerto es una de las cosas más extrañas e incomprensibles de la naturaleza humana. Hasta hace poco, Gabo (Gabito, como le decían cariñosamente muchos de sus fans) estaba entre nosotros cantándonos con esa voz poderosísima, encarnando sus propias creaciones o alegrándonos la cuarentena con algún videominuto desde su cuenta de Instagram: ahí entonaba sus melodías, recreaba versiones de artistas admirados, cumplía los desafíos de su fandom o recitaba poemas inéditos.

Esos poemas podían abrevar en corrientes tan distantes como el Siglo de Oro Español o las Vanguardias del siglo XX. En el caso de los covers, el abanico era más que variado: por ese panteón desfilaban Miguel Abuelo, Led Zeppelin, David Bowie, a-ha, James Shelton, Giorgio Moroder, Atahualpa Yupanqui, Silvio Rodríguez, Lady Gaga, María Elena Walsh, Dolly Parton, Camille o The Mamas & The Papas, entre muchos otros. A veces sus fans lo desafiaban (“me mojaron la oreja de que no me le animo a una de Britney Spears… ¿Querés ver?”, posteó un día) y, como buen mago, sacaba de la galera una versión súper original de “Oops! I didn’t again”; elegía aquellas canciones con las que sentía algún tipo de conexión, explicaba brevemente las razones de su elección, tiraba la data y solía aclarar que eran “toma única, capturada directamente del celular y sin retoques”. Había bautizado estas breves intervenciones como “fragmentos mamarrachos”, y a cada uno le imprimía su sello distintivo. Esos fragmentos se hicieron cada vez más frecuentes durante el período de aislamiento, y eran una suerte de oasis entre la marea informativa que circula cada día en redes sociales. Si encontrabas una de esas gemas en pleno scroll, imposible dejarla pasar: había que detenerse, dar click, ponerse los auriculares y disfrutar. Esas son algunas de las últimas imágenes que tenemos de él y todavía no se entiende muy bien que ya no esté acá, cantándonos, regalándonos su poesía.

Foto: Nora Lezano

La noticia cayó como un baldazo de agua fría por lo inesperado y por lo que significaba su figura. Gabo tenía 54 años y pertenecía a varias constelaciones; en todas participó con intensidad y calidad. Podía definírselo como músico y cantautor, pero también era poeta, historiador, académico y performer. Arrancó en los años ’90 con Porco, la legendaria banda de hardcore formada junto a Sergio Álvarez, Alejandro Goyeneche y Arnaldo Taurel, de la cual se retiró un día de manera intempestiva. La anécdota se ha contado millones de veces y, como suele suceder, si todas las personas que aseguran haber asistido a aquel recital en el Bauen hubiesen estado ahí efectivamente, el concierto jamás podría haberse realizado en un pequeño sótano de la ciudad de Buenos Aires.

Pero la banda y la anécdota ya son parte de la mitología porteña: dice la leyenda que a mitad de un tema Gabo dejó de cantar, apoyó el micrófono en el piso y se retiró del lugar. Pasaron siete años hasta que volvió a subirse a un escenario. Al día siguiente de aquel episodio, se anotó en la carrera de Historia: hizo un máster, un doctorado y se ganó el apodo de “mudo” entre sus compañeros porque casi no emitía sonido durante las clases. La academia no fue un capricho pasajero; se desempeñó como profesor y en la disciplina histórica volcó algunos de los intereses que luego aparecerían en muchas de sus letras: raza, clase y género son perspectivas que atraviesan la totalidad de su obra y que él subrayaba cada vez que tenía oportunidad. Barbarie y civilización es una adaptación de su tesis de Maestría en Investigación Histórica presentada y defendida en la Universidad de San Andrés, donde exploraba la sangre, los monstruos y la figura del vampiro en el imaginario colectivo durante el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas.

La indagación sobre la sangre desde la categoría de “lo monstruoso” tenía para él un interés que podía explicarse por su pertenencia a una generación que había tenido su despertar sexual en los años ’80, en plena expansión del sida. En una entrevista sobre aquel libro decía: “Lo que veo es que el Monstruo siempre recibe un gesto de su historia propia que lo revitaliza. Tomemos a Drácula: bebedores de sangre existieron siempre, pero en la Ilustración se hacen vampiros; el vampiro queda como un personaje romántico que se rehace con el psicoanálisis, y así nace el Drácula de Bram Stoker; en la década del ’20, esa figura romántica en crisis se transforma con Murnau; y Coppola, en épocas del VIH Sida, todo el tiempo relee a Drácula como una metáfora del contagio” (1).

Esa preocupación lo impulsó a intervenir hace dos años con una publicación en Facebook a propósito del debate medieval sobre la eficacia de los métodos anticonceptivos: “Soy de la generación que comenzó a encarnar el deseo en tiempos donde el HIV-SIDA empezaba a derramarse seriamente en nuestro país. ¿Si beso me contagio?, nos preguntábamos mientras algunos de nosotros ya iban cayendo. ¿Y si acaricio también? ¿La pileta de natación? ¿El mate? ¿¡El beso!? Y al Eros se le montó de prepo un Thanatos poderoso armando una pelea insólita para una cabecita adolescente. Escuchar ahora este sacudón sobre la eficacia del preservativo y la porcelana volvió a aterrarme. Sólo pensar que a una persona que empieza a desear, a acariciar, a amar, hoy se le nuble un beso por ignorancia me entristece jodidamente. A mí, esa melancolía no se me fue más. Sabemos que uno de los peores crímenes es que te amenacen el goce y el amor, y más aún, cuando se los está descubriendo”. Gabo pensaba, presentaba hipótesis e intervenía públicamente cuando lo creía necesario; desplegaba su lucidez en cualquier campo al que se asomara.

Foto: Nora Lezano

Gracias a la insistencia de varios de sus amigos, Ferro volvió al mundo musical en 2005 con su primer disco solista Canciones que un hombre no debería cantar, grabado junto a Ariel Minimal (a él y a sus amigos les debemos mucho). A partir de ese año fueron apareciendo discos hermosos: Todo lo sólido se desvanece en el aire (2006), Mañana no debe seguir siendo esto (2007), Amar, temer, partir (2008), Boca arriba (2009), La aguja tras la máscara (2010), La primera noche del fantasma (2013), El lapsus del jinete ciego (2016) y Su reflejo es el lobo del hombre (2019). Además de las colaboraciones: Nada para el destino (2009), con Flopa Lestani y Ral Varoni; El hambre y las ganas de comer (2010), con el escritor Pablo Ramos; El veneno de los milagros (2014), con Luciana Jury; El agua del espejo (2017), con el pianista Juan Carlos Tolosa e Historias de pescadores y ladrones de la pampa argentina (2018), con Sergio Ch.

Gabo Ferro supo rodearse de artistas con quienes compartía una sensibilidad peculiar en este mundo que tiende a esquivar el dolor y la melancolía. Decidió bautizar su primer trabajo discográfico con una frase de Edith Piaf (Canciones que un hombre no debería cantar), quien se había mostrado un tanto incómoda al escuchar a Jacques Brel cantando “Ne me quitte pas”, donde un hombre ruega no ser abandonado. Ahí Ferro se preguntaba qué era exactamente lo que escandalizaba a Piaf y, de algún modo, respondía con sus canciones. Su tercer disco, Amar, temer, partir era fruto catártico de un trago amargo amoroso, según comentaba cada vez que interpretaba algún tema de esa lista, y en la presentación desfilaron por el escenario del ND/Ateneo varios artistas que no sólo eran colegas sino también miembros de un círculo contendor: Flopa Lestani, Ariel Minimal, La Gloriosa JP, el Círculo de Guitarras de Buenos Aires y el Ensamble de Cuerdas de La Ludwig Van.

En 2010 creó junto al escritor Pablo Ramos la delicia titulada El hambre y las ganas de comer. Dieron cuerpo a aquellas canciones con un océano de distancia: Ramos enviaba las letras por mail desde Berlín y Ferro se ocupaba de ponerles melodía en Buenos Aires. Pablo decía que haberlo conocido confirmaba que el destino le había permitido encontrarse con quienes estaba destinado a encontrarse. En la misma línea, Gabo decía: “Cuando leo o escucho algo que me conmueve no puedo evitar sentir que hay un lugar de origen donde esa autora o ese autor y yo tenemos algo en común. Y eso me pasó con él. Yo creo tener recuerdos anteriores de haber hablado con Pablo (…) Creo que hay un lugar original que no puedo explicar y un tiempo original que no puedo explicar. Cuando leí sus cuentos, leí sus trabajos, yo ya los conocía. Y hay momentos en los que leía y sabía lo que seguía en la página siguiente y no porque fuera predecible: conocía de antes ese texto” (2).

En los últimos años escribió un disco de once canciones perfectas pensando en la poderosa voz de Luciana Jury, a quien conoció en los pasillos del Gran Rex durante uno de los shows de Lisandro Aristimuño. Sobre el choque con Jury, Ferro sostuvo: “Fue como encontrar a un familiar que nunca había conocido”. Siempre había amigos celestinos que se ocupaban de presentarle a colegas con quienes luego colaboraría en numerosos proyectos; de alguna manera, parecían estar destinados no sólo musical sino humanamente. Y para los fans siempre era lindo ver esos cruces en los discos o sobre un escenario.

Lisandro Aristimuño también andaba cerca, y en plena cuarentena protagonizó junto a Gabo uno de los mejores vivos de Instagram que permanecerá en las memorias de quienes lo vieron, porque lamentablemente no quedó registrado: fue una charla de cuatro horas donde hablaron de todo con el lenguaje compartido de la música y la complicidad que otorga la amistad. Toda esa gente andaba pululando en la atmósfera que él iba construyendo con cada una de sus intervenciones. Parecía no tener demasiados prejuicios con respecto a los límites de las disciplinas y era bienvenido en terrenos muy heterogéneos: compartió proyectos de teatro junto a Emilio García Wehbi y Maricel Álvarez (nos dejó con ganas de la Medea que estaban cocinando para este año en el Cervantes), incursionó en la música contemporánea de la mano de la pianista Haydée Schvartz y el Ensamble Tropi, asistía de vez en cuando a algún evento donde compartía sus poesías (en 2015 publicó su primer poemario titulado Recetario panorámico elemental fantástico y neumático, que reunía recetas para lograr objetivos desconocidos) y Alejandro Urdapilleta llegó a decirle una vez: “¡Gabito! ¡Dejá ese rock de mierrrda y hacé rugir ese tremendo actor!». Y no se equivocaba, porque Gabo no se limitaba a interpretar canciones; las encarnaba.

Foto: Alejandra López

Hablar de lo que ocurría en sus presentaciones en vivo ameritaría otro artículo, y suele ser bastante difícil transmitir algo que ocurre sólo en ese aquí y ahora del convivio musical. Piel de gallina, pelos erizados, corazón galopante, dedos crispados, culo al borde de la butaca. Ese terremoto emocional podía acabar tanto en una carcajada estridente como en un llanto ahogado, porque en la obra de Gabo comedia y tragedia convivían de una manera muy natural. Esa tensión existe en casi todas las cosas que valen la pena; el problema es que no estamos educados para apreciar la tensión porque la cultura reclama una sola cara de la moneda, y por lo general se tiende a aplaudir lo festivo. Gabo Ferro no le temía a la tristeza. Tampoco intentaba gambetearla; reivindicaba la melancolía y la incorporaba como parte de su materia prima creativa: “Es inquietante cuando a uno lo gastan por su melancolía. ¿Qué buena vida habrás tenido hermano, vos, que podés saltear la melancolía y la tristeza?”, decía el año pasado (3).

Un tema al que siempre volvía era la cuestión de género. “Costurera y carpintero” fue quizás uno de los grandes manifiestos al respecto, y solía decir que quienes mejor la entendían eran los chicos de jardín de infantes, porque todavía no están encorsetados en los rígidos preceptos culturales: las chicas pueden jugar con autitos, los chicos con muñecas, y está todo bien. En esa línea también figuran “El amigo de mi padre”, la reciente “Cuerporeclamo” o las magníficas versiones de tangos compuestos por mujeres interpretados junto al guitarrista Edgardo González en el concierto titulado Loca, donde había elegido mantener la enunciación en femenino. En junio de 2018 también acompañó la vigilia para reclamar la sanción de la ley de Aborto Legal, Seguro y Gratuito en el Congreso: envuelto en el pañuelo verde y una bufanda, cantó sobre el escenario instalado en Callao junto a Jury “En el fondo del mal”, cuyos versos finales dicen: “Como hombre yo puede ser sol / Como mujer yo puedo ser sola”. Y se enorgullecía cada vez que los colectivos feministas o diversxs se referían a él como “la Gabo”.

En algún misterioso sentido, Ferro era un mago. Como si se tratara de un médium, traía cosas de otros lugares: voces, ecos, frases y palabras que al escucharlas parecen recuerdos lejanos, como si ya se hubiesen escuchado en alguna otra parte o en alguna otra vida. Flechazos directos al alma que más de un fanático lleva tatuados en la piel. Hay una anécdota que puede parecer un tanto mística pero que define buena parte de lo que ocurría cuando se lo escuchaba en vivo. En una de las giras con su primer disco por Carolina del Norte, sus productores le señalaron a un grupo de negros que venían siguiéndolo por varios kilómetros: “Un día se acercaron para que les firmara un disco y me animé a preguntarles si entendían algo de lo que yo cantaba. Uno de ellos me respondió: ‘No, ni una palabra, pero cuando vos cantás aparece Dios’. Por supuesto no supe qué decir. Ellos se reunían en una iglesia donde se concebía a la voz como ligue con lo divino, así que les pregunté si podía visitarlos. Ahí conocí a quien después fue mi maestro, un hombre chiquitito de 92 años que para cantar se sacaba los dientes y era como una pasita de uva, un viejo hermoso. Está el gospel for export y está lo que pasaba ahí adentro. Yo no puedo explicar las cosas que vi y aprendí con ellos” (4).

Gabo Ferro se fue demasiado temprano y nos dejó un vacío enorme, pero también está ahí su legado musical y poético, que es un gran testimonio de la sensibilidad humana. Sus creaciones nos seguirán acompañando, y habrá que poner en práctica el instructivo que arrojó en sus versos: “Llorá bien, abrí los ojos, y después seguí bailando”. Porque irse es volver a volver”.

Fuentes

(1) «La historia reciente nos da razones para discutir a Rosas», por Luis Paz

(2) Acariciando lo áspero, por Mariana Enriquez

(3) La literatura de la canción, por Sergio Sánchez

(4) «La canción es un síntoma», por LG

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